Una bitácora de viaje, una estación necesaria.
Proyecto a modo de espacio en que puedo sacar, con dibujos y frases, a los demonios que tengo dentro.


Edmer Montes - Ojo de Cuervo





La Bohemia

domingo, 22 de noviembre de 2015







Ofelia, la poeta, no recuerda mi nombre. “¿El artista, vedad?” me pregunta. Asiento con la cabeza distraído y así parecer más profundo de lo que realmente soy (siento un molesto sabor a fraude entre mis dientes). Bebimos  juntos infinidad de veces pero ella aún no se recuerda de mí. Cómo hacerlo si siempre fui el chiquillo sin dinero rodeado (casi oculto) por los poetas del 90. Era el estudiante torpe de Bellas Artes que hacia dibujitos enfermos en los fanzines subterráneos.

Aquellos años ella era tan joven como yo, pero en medio de esa fauna traía locos a una docena de machos alfa. En los recitales danzaba junto a su pluma fuente y se apuñalaba en su sexo repetidas veces. Se prendía fuego y cantaba. La vi por primera vez así, menuda sombra que se perdía sobre el imponente escenario, la ninfa que le gritaba a su amante que no se detuviese en su ritual de sexo y dolor. “No pares” gemía una y otra vez, y los universitarios y las feministas festejaban con cada verso. “Sigue sigue” recitaba y los machos babeantes se extasiaban al unísono. En medio de ese bullicio pude ver fascinado a una chiquilla de mejillas rojas, que en medio de su éxtasis, lidiaba con una gota latente que se negaba a expulsar.  Fue en la facultad de letras, de la universidad más antigua de Latinoamérica, que Tánatos fabricó su musa de entre cadáveres. Se enamoró de una ficción.

Ahora Ofelia está sentada nuevamente junto a mí y decido, por fin,  contarle aquella historia de la primera vez que la vi. Me escucha sorprendida y esquiva la mirada. Se siente alagada, yo avergonzado. Pido una ronda más. “No recuerdo que nos conociéramos desde hace tanto” murmura. Notamos los años en nuestros rostros, nuestras heridas auto infringidas que no cicatrizan. Pensamos en nuestras familias que esperan en casa sin darse cuenta de nada.

Hay un incómodo silencio.

Ofelia sorbe un trago. Hace una pausa. Y sin esperarlo empieza a recitar el mismo poema de hace quince años. La escucho y esta vez soy yo quien se sonroja. Ella continúa. Los ebrios voltean la cabeza mientras Ofelia sigue declamando, sin inmutarse, sobre los amantes fugaces de un hotel de paredes raídas, versos cuan gemidos de un vacío inevitable, la pérdida  de la inocencia y el dolor perpetuo. Los amantes de espaldas sangrantes. “Sigue, sigue, sigue… no te detengas”. El orgasmo cercano a la muerte. Virginia emerge lentamente del río Ouse.

Los ebrios de las mesas contiguas vitorean y ella con media sonrisa baja la mirada. Sangra mi pecho. Estábamos rodeados de músicos, poetas, artistas, y todos ellos están vistiendo la misma mascarada de locos bohemios. Un bar mítico que seguía perdiendo irremediablemente sus brillos a causa de sus propias historias. “La fauna ya no es la misma tío” se oía decir a un viejo poeta. El bar de la vieja rocola de dos canciones por cincuenta centavos.

Ella está en silencio. Saco unas monedas y me dirijo hacia la rocola. Canciones, canciones, canciones. Tengo la mente en blanco. La sangre deja un rastro sobre el piso y me siento desorientado. Viene a mis espaldas la pérdida, el vacío. La muerte respira en mi nuca. Ofelia ya se ha ido del bar.

Torpemente elijo unos temas y regreso a mi mesa. Las botellas  vacías mojaron completamente mis dibujos. Suena el bolero, “La juventud se fue, yo ya no espero más. Mejor dejar perdido los anhelos que no han sido”. Casi no tengo dinero pero pido una botella más. Trato de dibujar su rostro pero rayo las hojas sin darme cuenta, en un movimiento cada vez más inquebrantable y violento que logro evitar. 

Mi bitácora, mi musa.
Ambas se destrozan entre mis manos.

sonido