El artista regresa al pueblo que lo vio
nacer.
Siente que la muerte baja de las montañas como una vieja mula con cargas
invisibles, cuyos pasos resuenan sobre la voz queda del río.
¿Acaso el río murmura un canto de cuna, un susurro de medianoche en quechua?
El espectro se detiene junto al pozo donde
jugó de niño.
El artista acaricia los ichus como si fueran los cabellos de su madre.
—Agárrate de mi pollera y no te separes de
mí. Los sinchis están bajando armados. No mires. Vamos, apuradito, apuradito...
En la cocina humosa, el artista huele la
sopa de habas que se cocina lenta, como si el tiempo estuviera reunido en un
beso maternal que nunca se hubiera ido.
Sobre la mesa, el tazón humeante huele a las manos de su madre, sabe a caricia
que cura, a casa limpia y ordenada, a oración por una tierra leve.
—Mamá… suenan disparos.
El viejo artista, que fracasó tantas veces
en el amor y en el arte, se aferró a esa sopa clara como a una obra sin
terminar.
A la abrumadora sapiencia de los milenios, que le recitaba cantos de justicia.
Cantos que no supo plasmar.
—Te he fallado, madre.
Y, rememorando su vida, deseó morir allí,
con las manos sucias y decenas de lienzos abortados.
Abrigado junto al fuego de la bicharra, esperando ser incendiado con la
esperanza de ser purificado.
Envuelto en canas flameantes, sobre el regazo de su madre adolescente.
sonido