Sentado junto a ella reconozco las pocas piezas de lo que fue nuestros
cuerpos, pequeños fragmentos que nos gritan lo que alguna vez fuimos. Aúlla la
inocencia perdida, los sueños estrujados. Bebemos esta noche calma, ocultos de los policías
y las alarmas. De una ciudad que nació enferma. De la peste cual mensajera de sus
dioses muertos.
Los años y la noche persevera y las culpas se diluyen en vino barato. Somos
dos cadáveres que aun sienten frío y que persisten en caminar por las calles de
bares clausurados y hogares en duelo. Musitando pesares entre llantos de un
pueblo tantas veces olvidado. Decadentes. Imperdonables.
Ella me besa con su violento color carmesí y al morderme la rojez de sus
pupilas, sus mejillas, de su conciencia se disuelven con mi sangre. Ella llora
y me odia. Me entrega la pequeña grulla de papel que le regalé el día que la
conocí, la última pieza que conserva de mí. De quien fui.
La acaricio. Sus enormes ojos aún pueden ver mis adentros de averno. Le
beso la frente y ensucio sin querer el hermoso mechón plateado de su cabello.
Sigo estropeándolo todo.
Aun es la muchacha más bella que conocí.
Enciendo un cigarrillo y la grulla en llamas inicia su vuelo. La cubro con mi casaca, ella me pasa la botella. Tiene el ultimo sorbo de nuestro tiempo.