Escribió un poema y rió para luego llorar. Conocida
rutina para una princesa vestida en harapos. Con sueños de papel y sangre. Con
letras y muertos. Con desamores y sexo.
La amé tanto que logré sumergirme en su dolor.
No se detuvo al asesinarme. Y yo, dejándome
morir.
Calmó la lluvia de invierno y el niño aguarda a sus aves. En
medio de su húmedo jardín se sienta a esperarlos como cada tarde después de la
escuela.
Se toca la cabeza, la herida aún está fresca. Juega con la
piedra ensangrentada entre sus dedos. Los colecciona. A un lado los que impactaron
en un ruido seco. Al otro, los que lograron abrirle la piel. Las guarda en una
caja debajo de su cama. Pero ésta, particularmente, tiene la forma de un
cuervo. La observa en silencio. Las gotas caen desde el tejado sumando pausas y
armonías a una quietud que suele amar.
Siente el viento acercándose con un graznido sordo, presta
atención a los remolinos en lo blanco de la niebla sobre su cabeza. Son como ojos vacíos con una cuenca luminosa. Sus garras harán heridas al posarse sobre él.
Lo negro de sus plumas traerán aromas de muerte. Los ojos son lo primero que se
comerán de él.
Ingresa a la habitación de sus padres.
Al inescrutable santuario
de púas sangrantes. Parado al pie de su cama, el monstruo dormido ya no
parece tan grande, gigante. La correa sobre la silla rodea el pantalón
perfectamente planchado. La hebilla resplandece por la luz del farol que se atreve
a invadir la habitación. Aun siente en los dientes el metal rompiéndole los
labios.
El enorme rostro tiene una mueca que
se asienta al exhalar. Un hilo de saliva desciende por su comisura. Parece sentirlo
en su propia piel, pero es su lagrima que comparte la misma danza al respirar. Al
sentir el hedor envejecido del tiempo craquelado.
No llora por despedirse del gigante,
del monstruo. No llora por la perpetua soledad de su madre. ¿Es por la voz de
entre su almohada?: “Acompáñame”, le dijo. “Como uvas colgantes cada tiempo, saborearemos
los instantes de los lamentos”. ¿la invitación de cada noche?
Se seca las mejillas, no logra
entender del todo su propio llanto.
Se acerca al rostro de su padre y coloca
la punta del cuchillo debajo de la oreja. Donde se expande la barba cana hasta
el cuello. Lo sostiene firmemente como una estaca. Extiende el otro brazo sobre
su cabeza y su palma recibe la luz de la luna. Es como una estrella fugaz que
se hace presente para recibir un deseo, y que desaparece violentamente en medio
de la oscuridad.