Ingresa a la habitación de sus padres.
Al inescrutable santuario
de púas sangrantes. Parado al pie de su cama, el monstruo dormido ya no
parece tan grande, gigante. La correa sobre la silla rodea el pantalón
perfectamente planchado. La hebilla resplandece por la luz del farol que se atreve
a invadir la habitación. Aun siente en los dientes el metal rompiéndole los
labios.
El enorme rostro tiene una mueca que
se asienta al exhalar. Un hilo de saliva desciende por su comisura. Parece sentirlo
en su propia piel, pero es su lagrima que comparte la misma danza al respirar. Al
sentir el hedor envejecido del tiempo craquelado.
No llora por despedirse del gigante,
del monstruo. No llora por la perpetua soledad de su madre. ¿Es por la voz de
entre su almohada?: “Acompáñame”, le dijo. “Como uvas colgantes cada tiempo, saborearemos
los instantes de los lamentos”. ¿la invitación de cada noche?
Se seca las mejillas, no logra
entender del todo su propio llanto.
Se acerca al rostro de su padre y coloca
la punta del cuchillo debajo de la oreja. Donde se expande la barba cana hasta
el cuello. Lo sostiene firmemente como una estaca. Extiende el otro brazo sobre
su cabeza y su palma recibe la luz de la luna. Es como una estrella fugaz que
se hace presente para recibir un deseo, y que desaparece violentamente en medio
de la oscuridad.
sonido
Cria Cuervos - Porque te vas
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