El anciano observa el lienzo enmohecido de su obra inacabada. Entre la inmensidad de cuadros sin vender, ese es una astilla bajo la piel. Recuerda las pinceladas de una piel tersa, la salvaje juventud huérfana. Evoca esa noche punzante.
Nocturna.
Triste.
Una clandestina habitación oscura vestida
de sombra. Una ventana de cristal desgarrado.
Solitario hilo de luz intruso para
tentar la piel escama.
Esta noche, y solo esta noche, serán engullidos
por la bestia.
Desvestidos de miedo, insumisos al
mañana.
Sienten el fuego del vientre bajo, la lengua
voraz navegante.
En rojo las mejillas y el glande, carmín
húmedo expuesto de par en par.
Arde relámpagos. Carne y sal.
Gemidos suspendidos en cipselas errantes.
Miles de ellas viajando sin rumbo.
Acervo de arena, memoria del esclavo.
Latido
Latido.
Un futuro echa de barro.
Y al final de la noche…
“No me dejes” le susurró.
Lluvia en navajas rotas. Ella fragmentada.
“enviudamos del tiempo” respondió.
Esa noche tuvo que ser cuadro inmortal. Debió
sangrar sobre el tiempo.
Pero tuvo un fin. Fue memoria quebrada.
El viejo artista sostiene entre sus dedos
un diente de león. Deja de lado los pinceles y su memoria. Percibe cómo la luz
titila entre los fragmentos de su herida y el lienzo destrozado.
Sabe que ya no hay nada más allá de su
estudio.
Se siente cansado.
Sopla su mundo hacia la deriva.
Y se deja ir.
En silencio.
Agotado.
Sabiendo que
ella ya no la espera.
sonido

