Fiebre. Sudor. Delirio.
Los fantasmas de siempre me muestran sus
clavos incrustados en sus ojos, y los horrores de sus niños mutilados bajo mi
cama ya no es suficiente. Vienen por
más. Los fantasmas de siempre regresan y los siento en mis entrañas. Me corroen
cuando tratan de escapar de mis pesadillas que son en realidad sus cárceles. Entes
sangrantes. Fiebre de cuarenta.
Maldita sea estoy delirando otra vez.
Despierto sobresaltado y ellos aún continúan
a mi lado. Rodean mi cama, la cuna de mi hija, la cocina al preparar el
desayuno. Tintinea el metal oxidado al
caminar. Los entes me escuchan al hablar
con mis niñas y comparten un pan con nosotros. Muestran sus cuencas oscuras donde
asoman los clavos. Siempre los clavos.
Fiebre. Fiebre.
Pastillas. Responsabilidad. A trabajar.
Escribo incoherencias en la pizarra. Hablo
de más. Alumnos sobresaltados. Pastillas de colores y los entes se masturban.
No almuerzo, sólo dibujo. Media tarde y sigo sudando frio. Las palabras son
cada vez más veloces. Hay clavos manchados sobre mi bitácora. Gente podrida. Ellos
me observan. Fiebre. Sudor. Delirio. “¡Taxi!.. al hospital X”
Observo mis manos que tienen cicatrices.
Las quiero volver a abrir.
Pero… ¿Si las heridas de mi cuerpo no
son accidentes? ¿Me infrinjo dolor una y otra vez para cerciorarme de que no
estoy alucinando? ¿Y si es verdad? ¿Si
en realidad sí soy malvado y no son sólo sueños? ¿Si debí medicarme como me lo sugirió la
especialista? “No, no estas alucinando
chico” me dice el ente oscuro sentado junto a mí. “Mírame y sumérgete en las cuencas oscuras de
mis ojos de cuervo” me invita. Un taxi
al infierno. Me dejo Llevar.
Velocidad. Velocidad. Estudiante de
arte. Drogas duras, el maldito arcoíris. Pelea, pelea. Arte-muerte. Dibujos
putrefactos, fetos malformados. Arte basura, poesía infecta. Fiebre. Represento
lo que me persigue. Nadie lo entiende, a nadie le gusta. Primer homicidio. Crucificado
boca abajo.
Emerjo levitando desde la ventanilla del
taxi.
Hospital en ruinas.
Camillas, vómitos, peste, pobreza. Los
entes se confunden con los agonizantes. Aroma a muerte y luces que se apagan. Brujas
de blanco y médicos excitados. Espuma en la boca. Ganado al matadero. Fiebre,
fiebre. Quiero abrirle el pecho al Doctor y danzar sobre sobre su dios muerto.
Inyección.
Sueño.
Sueño.
Sueño.
Reposo.
Despierto tiritando en la sala de
espera. Avergonzado y agotado voy rumbo
a casa. Llego a media noche y mis hijas están durmiendo junto a su madre. Voy a
la cocina y me sirvo una taza de café caliente. Pongo música: The Last Man de Clint
Mansell. Me derrumbo en el sofá.
“Eres el único que no se ha ido” le digo
a Ojo de Cuervo que está sentado junto a mí en el sofá.
Dejo el café aun lado y le quito los
clavos de los ojos. Clavos como de un cristo, clavos para la penitencia. “Nunca me he ido del todo, y lo sabes” me
responde.
Asiento con la cabeza y murmuro: “Estoy
agotado. Las peleas son cada vez más largas y no sé si podré soportarlo más”. Siento
un nudo en la garganta. “Estoy sangrando, y nadie se da cuenta”.
Me incrusto los clavos a mis ojos y la
tibiez de la sangre me reconforta. “Cuida a mis hijas” le digo. “Eso hago Tanatos” responde Ojo de cuervo. “Cada
día evito que te asesines”.
Cierro la bitácora. Frágil por mis
constantes muertes.
Sonido
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