Su compañera duerme en casa. La ninfa
solloza dormida en un hotel barato.
Tánatos deja esta noche a sus mujeres en
el camino hacia el bar. Se transporta en el giro inocuo del vinilo. No dibuja.
Escribe escribe escribe, manchando sus papeles con las cenizas que caen en sus
textos: “Es en el vaivén de mis latidos naufragios, es en la pieza faltante que
se trasforma en tragedia. El vacío en la melodía, rompecabezas inconcluso de
mis días. Es allí cuando su ausencia me acusa”.
Escribe.
Escribe.
Se detiene.
Una silueta en el espejo.
Es en el reflejo donde viajan sus
parpados caídos, es donde se encuentran inmóviles por un instante. La niña de
la mirada triste, la que huye de un fantasma. Sola, tan sola como él.
El carbón y las cenizas, el pincel y sus
movimientos, la acuarela y hasta la sangre misma aúllan en el papel. Tánatos la
dibuja y rechinan sus dientes expandiendo melodías tristes por el recinto,
oscureciendo aún más las sombras de los expulsados. Este bar de la vieja rocola, este mítico bar.
Arranca la hoja y se la regala sin
decirle nada.
Vuelve a su lugar y bebe de su copa.
Escribe.
Percibe nuestro desconcierto, lo
ridículo de las convenciones.
- “Habla con ella” le digo “todos lo
hemos sentido viejo”.
- “No” responde, “me llevo su reflejo.
Sólo eso”
Ella logra oírnos, dobla el dibujo y se
va.
Murmuran insultos en la embriaguez de la
suerte esquiva. Se enciende en rojo el hálito susurro que lacera la cabeza del
insolente dejando sus puños magullados de rencor.
“¡Los hambrientos no perdonan que se
pudra la carne!” grita y vuelve dando tumbos a la barra.
Esa carne viva que nos sonríe en su
cráneo, su saliva en rojo que cubre lo confuso de sus elecciones. Todo, todo eso
es su poesía.
sonido
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