Se desnuda en nuestra improvisada habitación de cada
viernes, con el sofocante murmurar de la gente que nos invade desde la calle,
lo hace cantando nuestra canción. Lo hace con esa melancolía de niña extraviada
que suele hacerme llorar.
Nos encontramos sobre este campanario donde fantasmas deambulan
entre sus visiones de un pasado inocente. “Somos serpientes y pecado” repite
una y otra vez, y camina hacia la
ventana y se posa en el marco craquelado. Siente la textura del inexorable paso
del tiempo.
Lo siente en la madera, lo siente en su piel.
Su figura a contra luz recibe el resplandor de las
antorchas, cuya horda pronuncia su nombre con el dedo acusador. Se mueve entre
el claroscuro y es allí en donde pertenezco. Ella es el cristo en quien creo,
es el dios hastío lamiendo sus clavos de nueve pulgadas. Un Caravaggio que
llora bajo el espectro de la luz.
Mira el vacío y sonríe.
Se lanza desde el campanario, desde el altar mayor de un
cristo muerto que no resucitó.
Ella se lanza y no la detengo.
La amo tanto.
Ya es libre.
sonido
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