El aroma familiar de su cabello recién lavado
es ella dormida en veintitrés años perpetuos, perfectos.
Es el piano que suena a lo lejos en compás
a su respiración lánguida, queda, pausada.
Melodía que nos acompaña intrusa, volátil y familiar desde algún lugar
de esta ciudad de músicos tristes.
Ella duerme. Su piel tiene tatuada las constelaciones a modo de mapa hacia el hogar.
La princesa que empeñó su corona para huir conmigo tiró de mi hacia la salida clandestina de un sí y de un no. Miedo de las narices frías y pasos dubitativos sobre vidrios rotos, sobre corazones rotos dentro de un palacio en llamas que se inmoló por nosotros.
Desaparecimos entre el fuego de pensamientos tortuosos y viajamos entre el minutero y la velocidad de las galaxias al implosionar. Lejos, lejos hacia nuestros adentros y lo infinito del tiempo.
Ella duerme agotada y la abrazo de la cintura para acercarla hacia mí. Ella gime como una caricia tierna, como el beso en un escondite bajo una tormenta violenta.
Alzamos vuelo rodeados de cipselas frágiles. Renacimos bajo las alas de un escarabajo febril.
sonido
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