Ofelia, la poeta, no recuerda
mi nombre. “¿El artista, vedad?” me pregunta. Asiento con la cabeza distraído y
así parecer más profundo de lo que realmente soy (siento un molesto sabor a
fraude entre mis dientes). Bebimos juntos infinidad de veces pero ella
aún no se recuerda de mí. Cómo hacerlo si siempre fui el chiquillo sin dinero
rodeado (casi oculto) por los poetas del 90. Era el estudiante torpe de Bellas
Artes que hacia dibujitos enfermos en los fanzines subterráneos.
Aquellos años ella era tan
joven como yo, pero en medio de esa fauna traía locos a una docena de machos
alfa. En los recitales danzaba junto a su pluma fuente y se apuñalaba en su
sexo repetidas veces. Se prendía fuego y cantaba. La vi por primera vez así,
menuda sombra que se perdía sobre el imponente escenario, la ninfa que le
gritaba a su amante que no se detuviese en su ritual de sexo y dolor. “No
pares” gemía una y otra vez, y los universitarios y las feministas festejaban
con cada verso. “Sigue sigue” recitaba y los machos babeantes se extasiaban al
unísono. En medio de ese bullicio pude ver fascinado a una chiquilla de
mejillas rojas, que en medio de su éxtasis, lidiaba con una gota latente que se
negaba a expulsar. Fue en la facultad de letras, de la universidad más
antigua de Latinoamérica, que Tánatos fabricó su musa de entre cadáveres. Se
enamoró de una ficción.
Ahora Ofelia está sentada
nuevamente junto a mí y decido, por fin, contarle aquella historia de la
primera vez que la vi. Me escucha sorprendida y esquiva la mirada. Se siente
alagada, yo avergonzado. Pido una ronda más. “No recuerdo que nos conociéramos
desde hace tanto” murmura. Notamos los años en nuestros rostros, nuestras
heridas auto infringidas que no cicatrizan. Pensamos en nuestras familias que
esperan en casa sin darse cuenta de nada.
Hay un incómodo silencio.
Ofelia sorbe un trago. Hace
una pausa. Y sin esperarlo empieza a recitar el mismo poema de hace quince
años. La escucho y esta vez soy yo quien se sonroja. Ella continúa. Los ebrios
voltean la cabeza mientras Ofelia sigue declamando, sin inmutarse, sobre los
amantes fugaces de un hotel de paredes raídas, versos cuan gemidos de un vacío
inevitable, la pérdida de la inocencia y el dolor perpetuo. Los amantes
de espaldas sangrantes. “Sigue, sigue, sigue… no te detengas”. El orgasmo
cercano a la muerte. Virginia emerge lentamente del río Ouse.
Los ebrios de las mesas
contiguas vitorean y ella con media sonrisa baja la mirada. Sangra mi pecho.
Estábamos rodeados de músicos, poetas, artistas, y todos ellos están
vistiendo la misma mascarada de locos bohemios. Un bar mítico que seguía
perdiendo irremediablemente sus brillos a causa de sus propias historias. “La
fauna ya no es la misma tío” se oía decir a un viejo poeta. El bar de la vieja
rocola de dos canciones por cincuenta centavos.
Ella está en silencio. Saco
unas monedas y me dirijo hacia la rocola. Canciones, canciones, canciones.
Tengo la mente en blanco. La sangre deja un rastro sobre el piso y me siento
desorientado. Viene a mis espaldas la pérdida, el vacío. La muerte respira en
mi nuca. Ofelia ya se ha ido del bar.
Torpemente elijo unos temas y
regreso a mi mesa. Las botellas vacías mojaron completamente mis dibujos.
Suena el bolero, “La juventud se fue, yo ya no espero más. Mejor dejar perdido
los anhelos que no han sido”. Casi no tengo dinero pero pido una botella más.
Trato de dibujar su rostro pero rayo las hojas sin darme cuenta, en un
movimiento cada vez más inquebrantable y violento que logro evitar.
Mi bitácora, mi musa.
Ambas se destrozan entre mis
manos.
sonido
0 comentaron:
Publicar un comentario