En medio del vasto manto de
arena, donde el viento casi cubrió mi cuerpo, la silueta hirviente de un niño y
su rosa acechan mi figura.
A la infiel la lleva consigo,
la rosa; por ella se transformó en árbol, por ella destruyó su nido. Impunido,
ido. En su penitente viaje mastica sus miasmas de niño prodigio.
“Oímos de un principito que
llegó de un meteorito” me dice el niño, “oímos de su menudo cadáver olvidado en
un desierto impío.
No se inmutan aunque la arena
inexorablemente me devora, aunque en una burda sequía el desierto evapora las lágrimas de quienes me
amaron algún día.
No se inmutan y sentencian: “Tus
ojos están vacíos, tú no eres ese principito”, y se alejan y se desvanecen en
los vapores inútiles de lo que alguna vez fui, en los recuerdos de todo lo que perdí.
Me reconozco en su vano viaje,
de la amada errante y el falso equipaje.
Fui un espejismo en los días
tristes de un pequeño cristo, que
enterrado acariciaba entre sus dedos una rosa marchita de canto triste, la del
canto que antecede al silencio infinito.
sonido
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