Recuerdo su forma de caminar, pausada y segura. Recuerdo su
mirada neutra aunque el mundo se cayera a pedazos. La niña de uñas negras que
se sentaba sola.
Revisando mis antiguas bitácoras encontré este dibujo en un viejo
cuaderno. Un amor de infancia, de cuando mis zapatos rotos y un helado barato
lograron robarle un primer beso a la niña bonita. Y que, con una media sonrisa
en su tez de porcelana, aceptó que la llevara de la mano a su hogar.
La niña más bella del salón. Quien destrozó el corazón del guapo
niño mimado (el de los zapatos caros y chocolates importados), al verse enamorada
del rudo niño pobre.
Y eso no estaba bien para ellos, y tuve que ganármelo con
fuerza.
Fue en el parque detrás del colegio, con la nariz sangrante y
un ojo morado, que toqué la gloria de defender a mi amada. “No
vuelvan a hablar así de ella” les grité. Y al cobarde y sus
amigos les mostré la actitud que te forman cada día las carencias, la lealtad
que no se compra y el orgullo que no se vende. Y me fui escupiendo sangre,
orgulloso de tumbar a tres imbéciles, pensando una excusa para que mi madre no
me castigue, para que mi amada no se entere.
Lejanos días, lejanas e inmensas batallas de gloria para un
niño. Imágenes que ahora se tornan en sepia.
Aún tengo las manos con nuevas cicatrices, aun resisto.
sonido
Andres Calamaro Mi enfermedad
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