Te veo parada bajo el farol donde solíamos encontrarnos
y la neblina nocturna envuelve lo que decides ocultar. Las líneas de tu silueta
me invitan a observar lo que ya nos avergüenza nombrar. Estoy sin estarlo. Rezando
a una fe que se asume perdida.
Lo recuerdo bien. Tu carne lacerada, tu carne
que le cantaba a la noche sus pudores tras la puerta que da a un callejón. Un camino
alfombrado hacia cantos en alcohol, cantos de libertad. Y tu acostumbrado
Winston azul que iluminaba tus labios con gotas carmesí. Latían heridas en lo
blanco de tu piel.
“Quien te hizo esto?” preguntaba.
Pero solo me besabas en silencio. Silencio.
Era tu cuerpo que gritaba respuestas para quien
supiera escuchar.
Movimientos rítmicos de una danza de piel que
transpiraba, jadeaba, lloraba, mordía y moría moría moría. Exhalabas infinitas vidas
hacia la muerte misma de tu orgasmo.
Encendidas otro cigarrillo y decías que al
aspirar el humo saboreabas el tiempo que se consumía en cada paso dado, en el
tiempo que se desvanecería noche tras noche de gemidos fingidos que deseabas
dejar atrás.
Desnuda frente a mí, morirías una vez más
esa última noche.
Pero te observo ahora y la sombra que
proyectas ya no eres tú. Ya no asumes al espectro que danza junto a ti. Te despides de él. El farol tintinea y su luz
se apaga del todo. Ingresas al invierno lejano de tus recuerdos.
Te cubres de noche, te cubres de niebla.
Y al pronunciar mi nombre sabes que la
niebla oscura soy yo.
Tan lejos pero junto a ti.
Envolviéndote esta madrugada extraña.
Insistente.
En silencio.
sonido
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