Sobre
el pavimento escarchado, Tánatos camina hacia el único establecimiento abierto
de madrugada. Quiere seguir bebiendo. Los poetas y artistas de los bares de
mala muerte quedan a infinitud de recuerdos, lejos en las calles aullantes que
tan bien conocía. Ahora el idioma extraño muestra sus ropajes de plástico con
sus habitantes de plástico. Y eso le produce constantes nauseas.
El vapor de su respiración se confunde con el humo
del cigarrillo, cuyo ojo escarlata se acentúa en la oscuridad de las calles poco
iluminadas de donde vive. La periferia en que las estrellas iluminan como nunca.
Se detiene. Tira el cigarrillo a medio terminar.
Hay dos sombras de entre la penumbra que murmuran
y se mueven pausados.
Enciende otro cigarrillo y la pequeña flama muestra
que a espaldas de la tienda, sentados sobre el piso helado, hay dos personas
compartiendo una botella de licor.
Lo miran con desdén. Agarran con fuerza las bolsas
llenas de tesoros perdidos y comida a medio consumir. Gruñen. Uno de ellos
recoge el pucho del piso y lo fuma insistente. La muerte baila sobre mil
cadáveres
Tánatos continúa la ruta y logra comprar varias
latas de cerveza. Paga y deja el cambio para el joven que lo atendió.
De regreso se detiene frente a los tipos.
“Beer?” les dice. Y les deja cuatro latas.
“Yes. Thanks man” responden.
Pronuncian
algo más, pero Tánatos solo sonríe y sigue su rumbo.
Toma el camino equivocado, ingresa a meterse en
problemas, baila con los humores de los sin hogar.
Se embriaga y tiembla de frio.
“Éste, éste es el momento” grita.
Y las estrellas siguen brillando como nunca.
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