Ella fue el último ser de carne. La niña vestida con la piel del cachorro que mató el hombre y que llamaba hermano. La minúscula falla improbable en la infinita sinfonía del universo.
La niña y el Árbol. Fueron suyos los días y las noches, las preguntas y las risas… y la lluvia. La húmeda acaricia en sus mejillas que la hacía iluminarse. “Las lágrimas del cielo traen polvo cósmico, brillos de estrellas” decía a la vez que limpiaba cada hoja metódicamente. Hablaba con cada una de ellas como si dentro estuvieran los espectros que le cantaban.
El árbol nunca dio una flor y la niña llegó a aceptarlo con el tiempo. Sus formas y su aroma estaban en sus recuerdos que evocaban el acto que la hizo humana al arrancar la vida. Y eso la entristecía sobre manera. La usencia.
Cada noche se arropaba con cortezas blandas y dormía oyendo canciones dentro del árbol, arrullos de mil voces al unísono como una plegaria del hijo que despide a la madre anciana. Como quien rememora besos de buenas noches y despertares jugando con cabellos entre pequeños dedos.
Esa noche la niña se dibujó una flor en la palma de la mano y se acurrucó como el día en que la encontraron. Habló con las constelaciones sobre la soledad de entender el amor, de ser la última en tener memoria de lo vivido. Acarició para sus adentros los pétalos en cenizas, los latidos pausados.
Durmió.
Y el árbol perdió las voces al terminar el arrullo. El silencio recibió a las hojas que cayeron lentamente como un llanto quedo, como un susurro que cuenta la última historia del hombre.
Mía Lía, la hija de los espectros, la madre del árbol. Aquel amanecer no volvió a despertar.
sonido
Pan's Labyrinth - Lullaby
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